Se estruja el cielo en el Estadio Azteca. Gerardo Martino casi trota por la línea de cal, mientras la pelota gira en la otra punta. Vibran las eliminatorias mundialistas de la Concacaf con este México 1 Canadá 1. ‘El Tata’ está ahí parado y no dice nada. La mirada profunda de siempre. Un loco lo mira desde la tribuna y arenga con su cuarta cerveza de la noche: “Si ganamos, que explote todo”. Después de más de un año y medio, ese todo hoy existe.
Volver a gritar un gol sin televisión de por medio es un desahogo. Es vivir otra vez el ritual que la pandemia les robó a los aficionados desde marzo de 2020. Cada uno tiene ahora su fiesta compartida, por pequeña que sea. No hay grandes naufragios a la vista y tampoco ese dolor en la parte baja de la panza por el riesgo a perder.
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Los que caminan por calzada de Tlalpan, al sur de la ciudad, en cierto modo son sobrevivientes. En muchos casos, también, hay una desgracia familiar dentro de esta fiesta colectiva. La mejor forma de recordar a todos aquellos que se fueron es ésta: gente que se emociona, llora y se abraza. A la que la salud los afectó económica o laboralmente, pero que no estuvo dispuesta a rendirse.
Lo que se ve en el Estadio Azteca es un vínculo que se forma incluso con desconocidos que son cercanos, porque comparten la misma bandera. Aquel que repudia la violencia. El que deja su machismo de lado y lagrimea. El que discrimina a otro con el grito de "¡eeehh puuuto!", aunque el rival sea como uno, pero con otros colores.
Porque la emoción de ganarle a esos otros es una posibilidad que sólo entrega la cancha.
Al fin, después de 723 días, el gol de Jorge Sánchez (21’) vuelve a ser una canción de que todo va a estar bien. Hay gente con cubrebocas, pero también hay abrazos. Hacía rato que este estadio tan mítico había perdido el color y el sonido; también el movimiento que sólo ocurre en sus tribunas.
Los partidos, sin embargo, no duran menos de 30 minutos. “Terminan hasta que terminan”, suelen decir los técnicos más experimentados, y con razón. Porque en ese compás de espera ocurren pequeños derrumbes como el empate de los canadienses, con el zurdazo de Jonatan Osorio ante un Guillermo Ochoa vencido en su arco (42').
Los goles tienen el superpoder de herir y de sanar a un equipo. Este representó una carga durísima. Por eso Martino sigue sus pasos por la línea de cal. Entiende que este juego es una forma de encausar vínculos entre padres e hijos, y que esta noche no pudo. Que se perdió de abrazarse con su cuerpo técnico en el pitazo final, junto a aquellos sobrevivientes que volvieron hoy al Estadio Azteca.
Los que anhelan, de una vez por todas, recuperar la sonrisa. La sonrisa que tantas veces les regaló el futbol.
Por Alberto Aceves