Hay palabras que inesperadamente se dan vuelta y, al hacerlo, se ríen. A Cruz Azul le ocurrió hace casi 24 años, cuando le exigían que ganara y demostrara ser grande. La Real Academia Española define grandeza como el “tamaño excesivo de algo respecto a otra cosa del mismo género”. La grandeza supone situaciones donde ciertas actividades son posibles, si en ellas existe “excelencia moral y dignidad de un grande”. Todo eso que La Máquina ya no era.
A partir de la final del Invierno 97, ser grande para este equipo solía ser una opción indeseable y llena de peligros. Creaba atmósferas raras: torrentes de especulación donde nada era lo que parecía. “Ya perdimos nueve finales”, dice Don José, de 64 años, orgulloso de sus colores, aunque el cubrebocas lo oculte. “¿Qué nos impide volver a soñar? ¡Nada!”. La cuenta incluye torneos de Liga, Concachampions y Copa Libertadores. También, varios goles de último minuto.
“Reynoso nos hizo creer de nuevo”, interrumpe la señora Leticia, esposa de Don José, que en los años 70 vio por primera vez un partido de La Máquina. “¡Ese equipo sí que era una máquina!”. Los titulares de las secciones deportivas de esa época fueron testigos de un equipo que ganó seis de los ocho campeonatos que tiene ahora. Ninguna nota hablaba de miedos o cruzazuleadas, ese verbo insignia de la derrota o la catástrofe.
Cruz Azul, entonces, era un equipo que jugaba con pies gigantes. Lo mismo sus jugadores: viejos lobos que no querían dejar de hacer lo que siempre hicieron: divertirse, defender el escudo, ganar por la camiseta. Aquella excelencia moral que refiere la RAE. Reynoso, el hombre que desde hace cinco meses conduce a La Máquina, fue parte de la última locución de grandeza en 1997. ¿Qué podía ser más decisivo que ganar una final, en un estadio ajeno y con la gente en contra?
“¡Yooo soy celeste, es un sentimiento, que no morirá!”. Los gritos que llegan de las calles cercanas al Estadio Azteca corresponden a un grupo de aficionados, que ondean y tocan tambores con los colores celestes. ”’Olé, olé, olé, cada día te quiero más!”. La mayoría son jóvenes de 20-25 años, que, con suerte, tenían días o meses de nacidos cuando su equipo derrotaba al Léon en el Estadio Nou Camp: bailando en el peligro y sintiéndose valiente. Por eso la pregunta se contesta sola.
Después, La Máquina se olvidó de las viejas reglas. La grandeza quedó lejos y los pasos de hormiga siguieron a jugadores, directivos y entrenadores. Todos inventaban historias para justificar dónde estaban y por qué perdían, mientras sus rivales -no sólo americanistas- disfrutaban ese gustito de saber lo que nadie: que Cruz Azul creía en supuestas maldiciones y ya no jugaba como grande. “Volveremos, nos falta sólo dos partidos”, afirma Javier, padre Santiago, el niño que va colgado de sus hombros con una bandera celeste.
La respuesta ocurre horas antes de la semifinal de vuelta ante el Pachuca, pero el gol de Santiago Giménez la hace posible. Pensar por un momento en todas esas finales perdidas, los hace sentir valientes. “¡Este es el bueno!”, dicen, como lo hicieron tantas veces. Pero en ésta existe algo más que va más allá: memoria, algo que sólo ha podido recuperar un campeón como Juan Reynoso. La última cita es con su grandeza. Esa palabra que le dio la espalda cada vez que intentó levantarse.
Por Alberto Aceves