Jesse Owens era un modelo de perfección técnica. Lo opuesto a lo que algunos creían que podía ser un atleta afroamericano. Para él, los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 significaron todo: la oportunidad de ganarse la vida en un mundo hostil, mientras otros competidores mordían el polvo. Se dice que Adolfo Hitler quería utilizar estos juegos como escaparate de la supuesta supremacía aria. Pero a Jesse no le importaba.
Las imágenes de entonces muestran a un joven estadounidense de raza negra arrebatarle cuatro medallas de oro a los atletas europeos. Primero en los 100 metros planos, luego en el salto de longitud, los 200 metros planos y en la carrera de relevos 4x100, algo que sólo Carl Lewis, el llamado Hijo del Viento, pudo igualar en Los Ángeles 1984.
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Hitler asistió a las pruebas deportivas casi todos los días. Aunque el protocolo indicaba que no debía saludar de mano a ningún competidor, el líder nazi lo hizo un par de veces. La versión de los alemanes explica que por eso dejó de hacerlo. La otra, que terminó siendo parte de la leyenda, afirma que Owens provocó el enojo del führer y que éste abandonó su palco, para no tener que saludar al atleta.
Aquel gesto creció su fama y su carácter de héroe. De niño, Jesse trabajaba reparando zapatos y se las ingeniaba para entrenar en un colegio que no permitía la convivencia entre estudiantes negros y blancos. Apartado de sus compañeros, el muchachito de Oakville, Alabama, solía correr solo en el óvalo. Así, el 25 de mayo de 1935, después de ser inscrito en una competencia estatal de Michigan, batió cinco récords mundiales en un lapso de 45 minutos.
Corrió 100 yardas en 9.4 minutos, luego 220 en 20.3 segundos. En el salto de longitud, alcanzó los 8.13 metros, mientras que en la prueba de 220 yardas con vallas paró el reloj en 22.6 segundos. Todo en una misma tarde. Terminados los Juegos, y sin un peso en el bolsillo, el Antílope de Ébano fue obligado a participar en varias competencias por Europa.
Mientras el Comité Olímpico de Estados Unidos se beneficiaba de los contratos, los atletas olímpicos debían ser amateurs puros y no cobrar por correr. Harto de la situación, el Antílope de Ébano volvió a su país en las mismas condiciones de antes: segregado y con un presidente, Franklin Roossevelt, que se negó a recibirlo por el temor a ser criticado por los estados del Sur.
Fue hasta finales de los 50 que Owens encontró un trabajo digno. De correr ante los ojos de Hitler, recorrió el país dando discursos por diferentes empresas. Hablaba de religión, patriotismo y marketing, y en los tres modelos incluía las anécdotas que lo convirtieron en el hombre que todos querían ser. Incluso después de haber equivocado el camino, compitiendo contra caballos, locomotoras, coches, motos, jugadores de beisbol, perros y todo aquel apostador que lo desafiara.
Murió a los 66 años, tras padecer un cáncer de pulmón. Fumaba una cajetilla diaria de cigarros, desde que tenía 30. Sus restos yacen en el cementerio Oak Woods, en Chicago. Desde 1984, una vieja calle en Berlín lleva su nombre. También, un premio creado por la USA Track and Field, el organismo rector de los Estados Unidos para los deportes de atletismo, que se entrega cada año a los mejores atletas en las pistas.
Resultaba extraño verlo como animador de fiestas, en centros nocturnos o sucursales gasolineras. Esos negocios en los que quiso conseguir un dinero extra y por los cuales no pudo evitar la bancarrota. Tocó fondo en 1966, luego de ser juzgado por evasión de impuestos. Encontró ayuda del gobierno, pero siguió metido en la polémica. Uno de los casos más recordados ocurrió en México 68, cuando los velocistas Tommie Smith y John Carlos fueron las banderas del Black Power.
“Es un símbolo sin significado”, dijo Owens. “La única ocasión en la que el puño cerrado tiene significado es cuando tienes dinero agarrado”. Cuatro años después, en 1972, matizó aquella opinión. “Me di cuenta que luchar era la única respuesta que el afroamericano tenía”.
Por Alberto Aceves