Martes 24 de Septiembre 2024
MARATÓN CDMX

Maratón CDMX 2021: Corredores vuelven a las calles entre la fiesta y la catarsis

Tras el encierro por la pandemia, la capital late con las zancadas. Vuelven a correrse las calles de la Ciudad de México en los 42.195 kilómetros de su máxima competencia atlética

EFECréditos: EFE
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—¿Dónde hay tacos?

—¡En el kilómetro 43!

El diálogo desata risas, relaja y distrae. Son apenas los primeros kilómetros de una carrera que vuelve para ser disfrutada, sufrida y valorada por aquellos que comparten la locura de correr un Maratón, el de la Ciudad de México, que 27 meses después vuelve a escuchar su disparo de salida, sus lamentos y porras, tras un confinamiento por Covid-19 que entumió piernas y detuvo corazones. 

Dos años después ya no está el abrazo con esa persona en la meta, no hay tanta gente en el camino ni a un costado como antes. Lo que sí está es el recuerdo de quienes se fueron a costa de la pandemia, en una pérdida obligada.

Pero el motivo es seguir. Quienes corren le ríen al clima que pasó de los 5 grados centígrados de la mañana a los 24 que parecieron más por el calor del asfalto, uno que además de bolsas de agua y vasos de bebida rehidratante, tenía cubrebocas como nueva huella.

Los 42 kilómetros y 195 metros de la edición XXXVIII del Maratón de la Ciudad de México tuvieron el sonido de matracas, bocinas, batucadas y gritos que como por arte de magia recargan de energía. Los olores de comida fueron el castigo del que corría con la vejiga llena y la panza vacía. La creatividad mexicana amilanaba el dolor en las piernas, el roce en el cuerpo y las heridas en el alma que como marca de guerra dejó una pandemia que todavía no termina. 

* * *

No se sabe en qué momento, pero ya iban 10 kilómetros. La inclinación de Insurgentes hizo llevadera la primera parte de la carrera. Piernas frescas, pavimento a la sombra, silencios que dejaban sentir el latido y el ritmo del avance. Los audífonos se quedaron en la cangurera porque la salida fue antes y a varios dejó con el calentamiento a medias, con la agujeta floja o la prisa para llegar a la salida como primera meta. 

EFE

Enfrente van tres corredores amigos. Hablan de la ruta. Saludan a un transeúnte con el jersey de los Delfines de Miami: “Tú si sabes de equipo, mi amigo. Hoy ganan” —Y sí, 33-12 a las Panteras de Carolina—. La tercia de atletas carga su mochila, una pesada, otra regular y la última era más bien un morral de plástico y cintas incómodas. Atrás venía otro con una en la que parecía que cargaba su vida.

—¿Y hasta dónde cargará esa mochilota?—pregunta un competidor curioso.

—Hasta la meta. Ahora no hubo guardarropa —responde el hombre de unos 60 años que con dificultad y ánimo se balancea de un lado a otro por la pesada carga en la espalda, igual que los tres de enfrente que se quejaron de la falta de un servicio ausente por cuestiones sanitarias y del cual se avisó, pero sin mucho efecto. 

Primeros 10 kilómetros, superados. 

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Pedro y Pablo corren como si los persiguiera un dinosaurio. “¡Ahí van los Picapiedras!”, dice una mujer que reconoce a sus contemporáneos personajes de la televisión, que llevan en la mano esos garrotes de trogloditas. —Al que no corra le dan sus chingadazos —se escucha cuando pasan frente al Auditorio Nacional. La risa es inevitable. 

Junto a ellos también corre Brozo. Capitán América se detiene a comprar agua, una hada se acalambra mientras un dinosaurio baila y un luchador hace videollamada. La riqueza creativa le pone sabor a la fiesta del Maratón que se reencuentra con personajes como El Peluches, aún más cargado de muñecos a los que hacía mucho el viento de carrera no les mecía las costuras sueltas.

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Un ropavejero en Insurgentes se une a las voces: “¡Vamos, sí se puede! ¡Vamos!”, y más adelante una mujer mienta madres: “Mucho pinche Maratón y por qué no nos ayudan a los que vivimos en la calle, perros”, grita en su protesta a la altura de La Condesa. Hay también un hombre tirado en esa misma zona, dormido. Un cholo a la altura de metro Hidalgo dice tímido, casi inaudible: “Venga, sí se puede”, discreto, con ánimo de apoyar, pero sin romper la rudeza mientras cruza la calle driblando gente.

“No te asombres si te digo lo que fuiste / un ingrato con mi pobre corazón…”. La canción sale de la bocina de un corredor, a todo volumen, y rompe con el ambiente de una glamourosa avenida Masaryk, donde los que desayunan miran como atracción el paso de los que sudan y anhelan el kilómetro 30. A la cumbia se le une la salsa, el mariachi, la música electrónica o por momentos el silencio que sumerge en los pensamientos que se sincronizan con la granizada de zancadas. 

* * *

Qué rápido se endurecieron las piernas. Aún no es el kilómetro 20 y ya se sienten estragos. ¿Serán lo nervios, la ansiedad o la emoción? Qué rápido se recurre a los distractores: se leen mensajes en el móvil, se buscan a las porras o se cierran negocios por teléfono: “¿Bueno? Soy yo. ¿Y si cerramos la oferta hasta la próxima semana?”.

EFE

De repente el Maratón te abraza. Llegar a Reforma, al Ángel de la Independencia, es comenzar con la fiesta. Mucha música y más gente apoyando. De pronto las piernas encuentran ritmo y se entablan. Pasa la crisis de las sensaciones negativas, pero se acerca la primera subida, en Chapultepec, una constante que desgasta y merma casi sin darse cuenta hasta que la distancia se acumula. El tramo se va rápido, incluso parece que miente la altimetría calculada para esa parte cercana al kilómetro 16. 

Por fin el kilómetro 20. Se acerca la mitad del Maratón, la segunda meta establecida para mentalmente cumplir pequeños objetivos que se resumirán en llegar a la meta. La gente sabe que falta la misma distancia que ya se recorrió. Suena más fácil de lo que parece. ¡Si las pantorrillas hablaran!

Los siguientes 10 kilómetros se van lento. Parecen más largos que los demás. Cada vez hay más gente caminando y más zonas sin ruido. El silencio se siente, se carga y pesa tanto como aquella mochila del señor que parecía cargar con su vida. Hace falta la energía de la gente, de la música o los carteles que te roban las risas: “Sonríe si traes tanga”, por ejemplo. Y caías en la broma. 

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El famoso muro. Se acercaba el enemigo público del maratonista. Los soldados caídos caminaban ante la exigencia de esa parte que advierten entre los kilómetros 30 y 35. Pero la gente estaba harta de muros y paredes tras casi dos años confinada, por eso corrió, volvió a las calles y se apropió de la ciudad. Ese obstáculo ya no era lo mismo de antes.

* * *

Antes, el contacto era penado. Lo sigue siendo, aunque en menor medida tras las semanas en semáforo verde. En cada paso, las manos se estiran para darle “esos cinco” a los corredores, cargarlos de pila, hacerlos sentir acompañados. A veces era necesario agacharse un poquito.

—¡Ya falta menos! ¡Ustedes pueden! ¡Son mis héroes!— grita sin pena un niño junto a sus padres, mientras busca chocar su pequeña palma con los que corren. 

Otra pequeña, en pijama, brinca emocionada cuando siente la mano de alguien más chocar con la suya, como si fuera un premio, pero lo que no sabe es que el premio se lo llevó el corredor, porque esa energía infantil se contagió y sirvió para aguantar un kilómetro más. La presencia de los niños, su ánimo, sus porras, sus voces agudas, llenaban de luz el ambiente. Eran azúcar pura ante el cansancio. 

El camino tenía trampas. Los repartidores de eats y foods que se atravesaban en sus bicicletas dejaban un mensaje subliminal en la cabeza, que se reforzaba con anuncios, pizarrones y lonas: “Quesadillas, gorditas, pozole, pamb…”, se sacudía la cabeza para no pensar en ello y engañar un poco al estómago, que podía llevar de la desesperación al enojo ante el vacío, que aumentaba por la gran variedad de olores que también llevan poco de inundar nuevamente a la ciudad. 

Hay una señora que fríe chuletas en su puesto, con papa, nopales y ese aceite que resalta los aromas; el señor de los tamales destapa su bote y los vapores viajan hasta las narices de quienes no quieren voltear a ver porque corren riesgo de pedir una guajolota a media carrera; algún local hornea pan y se siente la mantequilla en la boca por un instante. La locura parece alcanzable ante la tortura culinaria para quienes no dejan de correr.

* * *

—¿Estás bien?

—Siento un pequeño tirón aquí (señala su femoral derecho).

—Ven —dice el paramédico, le echa agua y aplica un spray frío y milagroso que da esperanza ante una posibilidad de abandonar la carrera.

Las carpas de servicios médicos y paramédicos en ruta fueron esenciales para atender las emergencias de los corredores: hubo desgarros, calambres, descompensaciones y peticiones de curitas y vaselina. Una ambulancia atrapa la atención porque arranca con la sirena encendida. 

—¡Venga, ya sólo faltan cinco kilómetros!

—Desde hace 10 dicen que me faltan cinco, señora— reclama con picardía un corredor que sazona el recorrido de los que van cerca, a la altura del Monumento a la Revolución.

AFP

Las piernas iban en automático. Algo las motivaba a moverse porque ya no había fuerza. En la planta de los pies hinchados aparecía el dolor, uno que invitaba a quitarse los tenis y aventarlos lejos.

Los últimos dos kilómetros fueron por las calles del Centro Histórico. Sobre la calle de Bolívar estaba el cartel del último tramo, que tenía calles complicadas, entre piedra y topes con vibradores que lucían peligrosos al paso de los corredores. Y de repente se asomó la Catedral Metropolitana, de frente, imponente, como abriendo los brazos a los que venían tan cerca y tan lejos la llegada.

Sólo eran 600 metros. Sólo eternos 600 metros. Llegar al Zócalo, escuchar a los gritos de bienvenida de la gente, apretar el paso o sentir que se aprieta con el movimiento de las manos. Era tierra prometida. Una meta que gritaba “¡Lo lograste”, más allá del tiempo registrado, más allá del tiempo sin correr por el encierro. Fue un grito a la vida, la resistencia a las trampas de la vida. Era un final traducido en lágrimas y un recordatorio de la vida tras los meses de angustia, incertidumbre y despedidas.

Llegar a la meta sirve también para empezar de nuevo. 

-Por Francisco Domínguez

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