Es una noche de junio de 1986. Un grupo de seis jugadores camina silenciosamente por un amplio y sombrío espacio verde, después de haber cenado en el comedor principal del club América. Son los desterrados, los confinados a dormir en ‘La Isla’; “un quincho”, dice Óscar Ruggeri; “una vieja cancha de básquet”, considera el masajista Roberto Molina; “Alcatraz”, define el técnico Carlos Bilardo en su libro ‘Así ganamos’, recordando la famosa porción de la bahía de San Francisco. Ese lugar que recordarán por siempre, después de ser campeones del mundo.
Los confinados a dormir ahí son Daniel Passarella, Jorge Valdano, Oscar Ruggeri, José Luis Brown, Marcelo Trobbiani y Sergio Almirón. La historia parece extraída de un libro de 1930, pero ocurre en los últimos partidos del Mundial de México 86, cuando la vida ya era con televisión a colores. Todo empezó muchos meses antes, cuando Bilardo -siempre obsesivo de los detalles- buscaba dónde alojar a sus jugadores durante el torneo. Su amistad con el Zurdo López, entonces técnico del América, facilitó el arreglo.
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La casa club de las Águilas era generosa en hectáreas, pero no tanto en comunicaciones. Además, sólo tenía espacio para 16 de los 22 futbolistas y el cuerpo técnico. Para resolver el problema de las camas faltantes, se improvisaron cuatro habitaciones en un sector alejado del edificio principal, donde el resto del plantel disfrutaba de un televisor por cada cuarto. ‘La Isla’, en cambio, tenía un solo baño, sus paredes eran de madera y, si llovía de madrugada, el viento hacía estragos y provocaba goteras.
No era raro que los jugadores agregaran un cajón en sus camas para que sus pies no quedaran colgando. “¡Era todo de cartón prensado! Los jugadores tenían que cruzar toda la cancha para llegar a dormir”, recuerda, desde Argentina, Miguel Di Lorenzo ‘Galíndez’, masajista del equipo y para quien todo eso tiene un porqué. “Era el sacrificio, el amor por la camiseta, el deber de defender nuestra bandera. A donde caíamos, íbamos a dormir y después jugábamos”.
El baño, contó Ruggeri alguna vez, tenía una rendija por donde a veces charlaba con Trobbiani, cuando éste se sentaba en el inodoro. Ahí, en ‘La Isla’, las parejas se armaron fácil: en una pieza Pasarella con Tata Brown, en otra Ruggeri y Almirón, en otra Valdano y Trobbiani, y en la última Bilardo, “porque el técnico tiene que predicar con el ejemplo y estar en el peor lugar”, decía. La estadía más corta, sin embargo, fue la de Pasarella: una rara enfermedad, sobre la que giran varias teorías conspirativas, lo obligó a seguir los partidos desde un hospital.
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La selección vivió 40 días en ese predio, con un grupo de empleados mexicanos que cocinaban, hacían limpieza y paliaban cualquier locura de último momento de Carlos Bilardo. Ahí estaban Rogelio y Alfredo, los meseros; y Arturo y Daniel, los jefes de la cocina. También cuatro mujeres que se encargaban de ordenar las habitaciones y se reían de las ocurrencias de Diego Maradona, Jorge Burruchaga y Julio Olarticoechea. “Una se llamaba María. Otra, la más jovencita, era la hija de un ayudante de cocinero, pero nunca recordamos su nombre”, dice Pedro Pablo Pasculli, compañero de cuarto de Maradona y quien contaba los días en un almanaque para llegar a la final del Mundial.
Las cuatro, la noche del 21 de junio de 1986, bordaron sobre 40 camisetas un viejo escudo de la AFA y plancharon números brillosos en color gris, para que Argentina jugara ante Inglaterra por los cuartos de final. “Un día antes del partido, a las seis de la tarde, nos están cociendo las camisetas. Si salimos campeones del mundo, nos tienen que hacer un monumento a todos”, bromea Burruchaga en un video grabado por los jugadores y en el que María, aguja en mano, aparece sonriendo a la cámara al lado de Carlos Pachamé, ayudante de campo de Bilardo.
“No teníamos camisetas para jugar”, recuerda Galíndez, riéndose de lo increíble de aquella historia. “Bilardo quería camisetas con agujeritos, para que los jugadores sufrieran menos con el calor y la altura. (Rubén) Moschella salió a buscarlas a un mercado (Tepito), con el escudito de la marca (Le Coq Sportif). Y encontró dos que llevó a concentración. Bilardo no las quería, pero de casualidad pasó Diego por ahí, agarró la azul y le dijo que era linda. Entonces, chau, se acabó la discusión”.
Sobre una mesa de ping-pong, las cuatro mujeres empujaron también a Maradona a la cima del Everest. “Nos daban de comer, hacían la limpieza de las habitaciones. Eran divinas con nosotros”, agrega Ricardo Giusti, con el mismo problema para identificar los nombres que los demás.
A los jugadores les preparaban churrasco, vermicelli al ajo, pollo a la portuguesa y pastas. Escuchaban canciones de Yuri, Marco Antonio Solís, mariachi y, cada vez que el equipo salía hacia el Estadio Azteca, repetían los mismos temas: ‘Eclipse Total de Corazón’, de Bonnie Tyler; ‘Gigante chiquito’, de Sergio Denis; y ‘Ojo de Tigre’, de Rocky, con el cual hacían su entrada. Siempre a la misma hora, por las mismas calles y con el mismo chofer.
En ese complejo de cemento y ladrillo, los jugadores tenían además un solo teléfono. Conseguir turno para hablar, por tanto, no era sencillo. “Las chicas se reían de ver a Diego pegado casi siempre a la bocina, mientras el resto hacía fila para poder hablar”, apunta Galíndez y explota de risa. “¿En ‘La Isla’? Imposible. Ahí las habitaciones estaban hechas con tabiques de madera. Era Alcatraz”.
Para llegar a la final contra Alemania, Argentina tuvo que derrotar a Uruguay (octavos de final), revivir el espíritu de las Malvinas ante Inglaterra (cuartos) y maravillarse con los goles de Diego frente a Bélgica (semifinales). “Tuve la suerte de convertir el mejor gol de mi carrera, el que hizo felices a todos los argentinos”, cuenta Jorge Burruchaga, autor del 3-2 definitivo que valió la Copa del Mundo ante los alemanes en el Estadio Azteca. Los otros dos tantos los hicieron El ‘Tata’ Brown y Jorge Valdano, habitantes de ‘La Isla’, antes de la reacción furiosa de Rummenigge y Rudi Völler.
Los jugadores, sin embargo, no pudieron celebrar con una vuelta olímpica. Entre 114 mil 600 espectadores, quedaron atrapados por la locura de cientos de desconocidos que saltaron al terreno de juego. “Era un quilombo, se metió toda la gente a la cancha y no se podía hacer nada”, explica Pasculli, 35 años después.
Con la medalla y la Copa, el equipo regresó sin cambiarse a las instalaciones de Coapa. Y entonces sí, todos abrazados, dieron la vuelta por la cancha de entrenamiento. A unos metros, estaba su pequeño ejército de mexicanos para celebrar con ellos. Los cocineros, los mozos, María y las otras tres costureras de un partido que fue mitológico.
“Argentina ya salió campeón, Argentina ya salió campeón
Se lo dedicamo’ a todos, la reputa madre que los re-parió”
Esa misma noche, después de 40 días, la selección viajó de regreso a su país con las maletas hechas de última hora. “Teníamos prohibido tocarlas desde que llegamos al Mundial”, afirma Ruggeri, en un programa de televisión. “El que arma las valijas (maletas) antes es porque se quiere ir”, repetía Bilardo. Ese instante reconstruye paso a paso aquella jornada inolvidable. El Mundial fue uno y todos a un mismo tiempo. Los recuerdos, los partidos. Esos goles gritados por cuatro mujeres que bordaron los sueños de un equipo campeón.
Por Alberto Aceves